6 d’abr. 2010




tenía miedo de todo, hasta de las mariposas

Les prometí una aclachofa y no han tenido por ahora más que un floripondio. No les quito la razón. Digamos que esta historia es una alcachofa vuelta del revés. En primer lugar mastican lo más jugoso y les dejamos después con los tallos hirsutos (pertinente adjetivo).
Les tenemos pues abrigados, asumimos que abrazados y enteros. Nunca un semáforo fue tan largo.
Él la ha estado observando largamente. Puede el lector imaginarle escrutándola en los minutos previos al despertar o en las horas ñoñas del profundo sueño. Esperemos, por el contrario, que sea alguien más sagaz y experimentado, alguien que haya descubierto ya que el sueño de la razón enjendra ronquidos huecos.
En tal caso no nos quedará más que la ordinariez de dos cuerpos cansados. Dos verdades a medias convencidas de su versión de los hechos. Remoloneando en salas de cine, susurrando versos fugaces.
Jamás fueron tan veraces. Nunca tan ridículos. En la vida tan placenteros.
Como en un libro largo y aburrido, llegados a este punto ustedes deciden: apurar los últimos capítulos o seguir leyendo. La verdad es que Madame Bovary tiene mucho más que contar que nuestro par de personajes. Pura ordinariez poetizada.
Si deciden seguir, se encontrarán con el desencuentro.
Los susurros se convirtieron en poemas, los poemas en cartas, las cartas en emails, los emails en notas, las notas en post-it, los post-it en monosílabos.
El despiste en los ojos de ella se fue afilando y él se refugió bajo las uñas.
Más acojonada que abrumada por su hambre de poesía, cree intuir paraguas de otoño en los ojos de todas las mujeres. Paraguas que miran a su hombre: un hombre bello a sus ojos, interesante a los ojos de algunas, hombrón a los ojos de otras, hombrecillo a los ojos de ellos, un hombre sin más a los ojos del mundo.
Y ella, poco más que una tipa vestida de narradora (tanto adjetivo y tan poca literatura, ¿no es cierto?). Y aquí la tenemos, penas al aire y carnes la sol.

dormía en colchones duros para tener los sueños a raya

Durmieron ambos con fantasmas disfrazados del cuerpo del otro. Amables fantasmas dispuestos a cocinar desayunos y comer pollas o coños o lo que tocara. Humos encarnados que se mordían el alma muertos de hambre. Se alimentaron por largo tiempo de sus ganas hasta que se les llenó la tripa.
Manteles de sueño les invitaban a cenarse todas las noches. Se comían con y sin hambre. Se masticaban las ilusiones a dentelladas.
Hermosos festines de carne. Marisco emocional. Se chupaban las cabezas aliñadas de ilusión. Y despertaban con estómagos cargados.
Durante cierto tiempo sus miradas efervescentes les disolvieron la indigestión. Eventualemente un abrazo les devolvía el hambre y les descomponía el ardor de tantas especias cocinadas a borbotones. Se masticaban la desilusión de despertarse en medio de una mesa desordenada.
Manchados los manteles de la cena, se afanaban en fregar los platos como si nada hubiera sucedido. Él decidía el menú de la próxima comida y ella escogía el vino para regarla. Y viceversa en función del aire, del cansancio.
Se cantaban baladas descafeinadas para reblandecerse el tango. Cursis como sólo pueden serlo las palabras del despecho. Pero sonaba de fondo un tango cotidiano y borracho, como sólo los tangos saben ser crueles.

extraños

Y henos aquí, de nuevo ante un semáforo:
Rojo, ámbar, verde. Ningún secreto.
Rojo, ámbar, verde. Llego tarde al trabajo.
Rojo, ámbar, verde. Ni un mal par de ojos.
Rojo, ámbar, verde. Tengo que dejarte.
Rojo, ámbar, verde. Ni lluvia ni paraguas.
Rojo, ámbar, verde. Nos vemos pronto.
Rojo, ámbar, verde. Ni un verso ni un beso.
Así, sin brújula, cruzaron las calles durante cierto tiempo. La mayor parte de las veces andaban solos, a veces sabían hacia dónde y a veces se perdían por las esquinas. Lo relevante es que en ocasiones se cruzaron y les costó encontrarse. Se sabían detrás de los teatrales disfraces:
Nuestra mujer de invierno.
Nuestro hombre de verano.
Y ni otoños ni primaveras que valgan. Se les atascaban los saludos antes de la tercera frase. Les costaba verse las caras a pesar de saberse las chichas. Y les dolían las carnes por lo ordinario de sus penas.
Así pues, lamentamos informarles que nuestra historia no ha sido más que un patético tango urbanita. Expuesto a todos los aires: he aquí el corazón de la alcachofa. Y ellos, transeúntes. Ellos, otro par de estaciones en un cruce de caminos.


* Ilustración de Juan Cardosa

4 comentarios:

Anònim ha dit...

Yo no sé qué haces que no estás forrándote con la literatura y merendando gratis en entregas de premios que, por supuesto, te darían a ti por estos relatos tan bien escritos.

andròmina ha dit...

lo de merendar gratis mola como proyecto vital, lo de los premios no lo veo tan claro. con que sigas leyendo (y comentando!) me doy por satisfecha.
gracias a granel


m.

Mr. Hierro ha dit...

Me has quebrado los huesos de mis alas de mariposa con tu relato... no han soportado el baile de este tango eléctrico.

marta vallejo herrando ha dit...

creía que tenía usted huesos de alambre, mr. hierro. preciosa ilustración, preciosa, preciosa.
mil millones de gracias!


m.

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