29 d’abr. 2010

alcalde

No le sentaba bien la luz de media tarde. A contraluz el sol se tropezaba con sus arrugas mal maquilladas, con el rímel de las macetas y los mofletes cargados de carteles (responsable la empresa anunciadora). La sombra holgazana de primavera le acentuaba los pómulos y las esquinas pinchaban con el ahínco de un cactus bastardo.

De tanto mirarla a los ojos había olvidado su vientre caído, los talones agrietados, el culo descompensado. Tiempo atrás, el brillo de su pelo había sido tan poderoso que dejó de verlo en realidad. Le miraba la melena gitana por encima del recuerdo pasando por alto las puntas abiertas, tal era el afán de la memoria.

Le regaló parques como quien regala vestidos. La vistió de gala con céspedes fruncidos y ramblas palabra de honor. Era tan bella como una idea. No era joven, ninguno de los dos lo era ya, y sin embargo nunca antes se había descuidado. En las inauguraciones siempre había deslumbrado a propios y ajenos

Mirándola ahora, herida por la luz de media tarde, creía descubrir el secreto de su éxito: onomatopeyas coreografiando el baile de sus manos, la desmesura de sus rasgos atenuada con joyería fina, las rugosidades de su voz disfrazadas de ocurrencia.

Había deseado tanto descubrirla para siempre que olvidó las tuberías. Hinchadas por debajo de esa piel morena, se le habían ido anudando los trombos de las malas calles. Las manicuras adoquinadas se quedaban en nada ante la evidencia de su mala circulación.

Imperceptiblemente le puso pareo a su baños desnuda. Años atrás hubiera muerto por lamerle el hombro encalado y ahora desviaba la vista ante la evidencia de un balcón demasiado escotado. Se le habían adormecido los pezones bajo andamios de copa y empezaban a deshilacharse unas alpargatas pasadas de moda. Había intuido tantas veces su mirada bajo la sombra del sombrero…y ahora las terrazas desconchadas evidenciaban su mal beber.

Cuando la conoció una cerveza bastaba, pero un somelier prestidigitador le refinó el vicio. Ahora tragaba copas de barrica vieja con el ansia de una borracha poco discreta. Sofisticó los modales y ahondó el pozo sin fondo de su sed. La bien pagá de sus sueños siguió fumando negro más allá de lo prudente, asómandose el aliento de barrio por un alcantrillado de ortodoncia.

Acuchillada por un abril pendenciero, asomaba la mala reputación de una joven promesa reciclada en vieja dama. Una exmodelo venida a más que habían convertido en musa de antaño, a la que nadie se atrevía a mirar a los ojos. La seguían invitando porque su nombre estaba grabado en todas las listas pero ya nadie la escuchaba en las recepciones. No sabía retirarse a tiempo y más de una vez había tenido que pedirle un taxi.

Y hoy, con el café ya frío, el despecho tomaba cuerpo.

La había admirado desde la sombra de las comisiones presupuestarias. La deseó en los plenos municipales cuando no daban un duro por ella. La cubrió de flores en congresos de urbanismo. Adulándola en reuniones ejecutivas se le pasó el arroz. Y ahora que podía acariciarla con las ruedas de su coche oficial, a la muy puta se le había secado el coño.

Con crecido desprecio firmaba los proyectos de rehabilitación, extirpandole tumores de vieja gloria. Pagando la laca de sus moños de cupletista, remendando los bajos de prêt-à-porter caducados. Insinuando retoques cada vez más esperpénticos rellenaba baches con silicona, hinchaba bulevares marchitos, inyectaba botox en edificios emblemáticos.

A punto de escupirle el despecho sobre el escote, las arrugas del canalillo le conmovieron. Los codos opacos de esa vieja lunática le sellaban la boca. Le costaba tan poco tunelarla con martillos hidráulicos que se sintió cruel y enamorado.

Un inmigrante vendía flores. En argot oficial era un nuevo vecino, pero ella le llamaba Moha o Khaled o Pancho con el descaro de una pescadera. Desarmando la tolerancia demográfica de los técnicos municipales, le guiñó un ojo y reclamó una ofrenda floral.

Escogió la mejor rosa y se la prendió en el pelo.

18 d’abr. 2010

tiempo muerto




Perdía el tiempo.

Lo olvidaba en la mesilla de noche para encontrarlo tras las puertas hecho pelusa de pasillo. Le volaban las horas planchando sábanas, pijamas y calcetines, puesto que faltaban arrugas para llenar las mañanas de silencio.

Escondía el tiempo en las macetas y lo encontraba transformado en caracol de jardinera.

Llenando las cacerolas con guisos de señora se sobraba. A media mañana se peinaba para charlar con las vecinas y saludar a las persianas. Sacudiendo alfombras añejas se le hacía tarde, siempre tarde.

Porque perdía el tiempo.

Pasaba el rato perdiendo el tiempo en revistas de papel brillante. Paseaba entre parterres dibujados en los jardines de otras y se hacía la pedicura bañando los callos en un barreño de todo a cien. Se quitaba años de encima con la piedra pómez, limpia pule y da esplendor.

Con un trozo de papel y un manojo de letras le bastaba. Volaban las tardes enredadas en el humo de un cigarro a escondidas, el último cigarro, de verdad, el último. Anochecía apurando un culo de vino que era el último, de verdad, el último, que pronto se levantan los críos.

Y cuando le quedaba un rato libre, leía para matar el tiempo.


* Ilustración de Nadia Pastor

tango




advertencia
Su encuentro es el relato de una historia poco original, poco emocionante. Su historia será por momentos adjetivada y cursi. Sus ausencias son, sin embargo, crudas y sencillas. Ordinarios recuerdos por todos compartidos. En sus fotos de amor no hay espacio para grandes epopeyas, pero en sus miradas habita la amarillez de muchos objetivos. Tan desenfocadas sus sonrisas como nuestra madurez.
Empecemos por deshojar este cuento desde su más fresco inicio. Sepan los lectores que se trata menos de una flor como de algo parecido a una alcachofa: humilde, saludable y finita. Quien esto narra no pretende artificios pero promete buenas digestiones.
Será difícil contarles un romance intemporal sin engañarles. Les engañaré mucho y con mucho gusto. Se dejarán engañar a cucharadas puesto que de esto trata nuestra historia.

semáforo

El primer día fue lluvioso.
Sería mucho más hermoso decir que todo sucedió bajo una tormenta inesperada, pero lo cierto es que fue una lluvia de lo más ordinario. Grisácea y vulgar (les avisé acerca de los adjetivos). A efectos de mayor teatralidad, dramaticemos el encuentro.
La tenemos a ella abrigada en un paso de cebra. Siguiendo los consejos de todas las mujeres de su linaje, había salido a la calle con ropa interior de abrigo, jersey de lana y botas de agua. Paraguas amplio y larga bufanda. Distraídos sus brazos cargando trastos varios y ocupados los ojos en llenarse de sorpresas. De esta guisa la encontró la lluvia, que ya hemos dicho que no era romántica sino más bien sucia, como las lluvias de entretiempo en la ciudad.
En un paso de cebra, pues.
Podríamos decir que nadie había a su alrededor. Que se hallaba sola escuchando el semáforo. Decisión prágmatica a efectos de puesta en escena. Nos ahorramos extras y decorados. Un juego de luz nos serviría para marcar el ritmo del encuentro. Y aunque los hechos no transcurrieron así, así lo contamos.
Ámbar
Ella absorta en melodías de ciudad. Él apareciendo por el extremo, digamos izquierdo, de la escena.
No rehuyamos la teatralidad y juguemos con los polos opuestos. Desnudo de atrezzo aparece él con pantalones arremangados y chancletas. Él antagónico disfrazado de verano y se coloca al lado de nuestra invernal transeúnte.
Rojo
Suena amortiguado un teléfono móbil en el fondo de todos los bolsos de la ciudad. Y sin embargo sabemos que se trata del teléfono de ella. No han sido en vano las películas en blanco y negro.
En un prodigioso malabrismo, ella se retuerce apoyada en sus dos piernas, en sus brazos cargados de naderías intentando mantener su cabeza a buen recaudo. Como si mojara menos la lluvia en tanto que la cabeza se mantuviera seca.
Puede añadirse en este punto rumor de agua, aunque andamos tan sobrados de adjetivos húmedos que este recurso es prescindible.
Seguimos en un rojo curiosamente extenso, y ella sigue sin alcanzar su teléfono. Ha soltado lastre dejando de lado los bultos y en un instante él se inmiscuye agarrándole el paraguas.
Verde
Es importante que la coreografía cuente con él y que el paraguas pase imperceptiblemente de las manos de ella a las suyas. Si esto sucede, podremos atar la escena con cabos firmes. En tal caso, en lo que tarde ella en pescar el teléfono demasiado tarde, dejará de ser esto un monólogo.
En ese instante, se volteará nuestra protagonista hacia a él al percibir su paraguas volador en otras manos.
Y sonreirá.
Ámbar
Curiosamente el lapso del verde al ámbar será mucho más corto que la duración del rojo. Pero tratándose como se trata de un dramatización, aceptarán los lectores esta licencia.
Bajo esta luz él le dirá:
- han colgado
y ella responderá:
- no sería tan importante
Se dispondrán a cruzar, cuando de nuevo se aceleren las luces a ritmo de ciudad y nos encontremos a merced del semáforo.
Rojo
Ella pugna por recuperar el paraguas y en la operación repara en las ridículas chancletas de nuestro protagonista masculino.
En una apuesta por la universalidad de la historia no detallamos ningún rasgo físico remarcable: todos pueden ser él. A ella, no obstante, la preferimos delgada.
- Se te mojaron los pies. - dirá ella.
- Pero tengo los calcetines secos. - responde nuestro hombre.
- Vas muy lejos?
Verde
- No lo sé, sólo paseaba.

paseo
Supongamos, para no alargar el relato, que nuestros personajes decidieron pasear juntos. Compartir un paraguas ¿no les parece dulce?
Y pasearon toda la tarde (suponiendo que se cruzaran un mediodía) y pisaron la ciudad con el ritmo de un jazz domiguero. Digamos que era martes y acotemos nuestra historia: una mujer invernal y un hombre veraniego en día laborable.
En este punto, la teatralización se dificulta puesto que su conversación se vistió progresivamente de vinos y cervezas. Hablaron largamente de sus historias y de sus calles. De dónde venían. De todas las citas que dejaron pasar en el paso de cebra.
Decidieron que no fue en vano el encuentro y siguieron bebiendo y andando.
En algun punto del paseo él vio una mirada distraída en los ojos de ella. Lo cual no era del todo mentira, teniendo en cuenta las ganas de perderse que desde hacía unos meses le habían ocupado el ánimo. Lo resumiremos en que de un tiempo a esta parte ella moría por aúnar todos los puentes, vísperas de festivo y fines de semana bajo el mismo vuelo low cost a cualquier sitio.
Asimismo, ella le atisbó cierto desamparo en las uñas. ¿Acaso no se fijan siempre en las manos las mujeres? Y la verdad es que no era del todo mentira y las últimas semanas de él habían sido un largo paréntesis. Lo cual se concretaba en una procesión de mudanzas provisionales que le habían dejado con el otoño a secas vestido de verano.
Bebidos y cansados, el aire ya no era tan frío como quisieramos creer pero decidieron tomarlo como pretexto y el paseo se transformó en cobijo por los portales.
Si bien hemos dejado de lado la teatralización, esta secuencia puede fácilmente transmutarse en cortometraje, queda la decisión a manos de lectores inspirados.


* Ilustración de Miss Guisante

6 d’abr. 2010




tenía miedo de todo, hasta de las mariposas

Les prometí una aclachofa y no han tenido por ahora más que un floripondio. No les quito la razón. Digamos que esta historia es una alcachofa vuelta del revés. En primer lugar mastican lo más jugoso y les dejamos después con los tallos hirsutos (pertinente adjetivo).
Les tenemos pues abrigados, asumimos que abrazados y enteros. Nunca un semáforo fue tan largo.
Él la ha estado observando largamente. Puede el lector imaginarle escrutándola en los minutos previos al despertar o en las horas ñoñas del profundo sueño. Esperemos, por el contrario, que sea alguien más sagaz y experimentado, alguien que haya descubierto ya que el sueño de la razón enjendra ronquidos huecos.
En tal caso no nos quedará más que la ordinariez de dos cuerpos cansados. Dos verdades a medias convencidas de su versión de los hechos. Remoloneando en salas de cine, susurrando versos fugaces.
Jamás fueron tan veraces. Nunca tan ridículos. En la vida tan placenteros.
Como en un libro largo y aburrido, llegados a este punto ustedes deciden: apurar los últimos capítulos o seguir leyendo. La verdad es que Madame Bovary tiene mucho más que contar que nuestro par de personajes. Pura ordinariez poetizada.
Si deciden seguir, se encontrarán con el desencuentro.
Los susurros se convirtieron en poemas, los poemas en cartas, las cartas en emails, los emails en notas, las notas en post-it, los post-it en monosílabos.
El despiste en los ojos de ella se fue afilando y él se refugió bajo las uñas.
Más acojonada que abrumada por su hambre de poesía, cree intuir paraguas de otoño en los ojos de todas las mujeres. Paraguas que miran a su hombre: un hombre bello a sus ojos, interesante a los ojos de algunas, hombrón a los ojos de otras, hombrecillo a los ojos de ellos, un hombre sin más a los ojos del mundo.
Y ella, poco más que una tipa vestida de narradora (tanto adjetivo y tan poca literatura, ¿no es cierto?). Y aquí la tenemos, penas al aire y carnes la sol.

dormía en colchones duros para tener los sueños a raya

Durmieron ambos con fantasmas disfrazados del cuerpo del otro. Amables fantasmas dispuestos a cocinar desayunos y comer pollas o coños o lo que tocara. Humos encarnados que se mordían el alma muertos de hambre. Se alimentaron por largo tiempo de sus ganas hasta que se les llenó la tripa.
Manteles de sueño les invitaban a cenarse todas las noches. Se comían con y sin hambre. Se masticaban las ilusiones a dentelladas.
Hermosos festines de carne. Marisco emocional. Se chupaban las cabezas aliñadas de ilusión. Y despertaban con estómagos cargados.
Durante cierto tiempo sus miradas efervescentes les disolvieron la indigestión. Eventualemente un abrazo les devolvía el hambre y les descomponía el ardor de tantas especias cocinadas a borbotones. Se masticaban la desilusión de despertarse en medio de una mesa desordenada.
Manchados los manteles de la cena, se afanaban en fregar los platos como si nada hubiera sucedido. Él decidía el menú de la próxima comida y ella escogía el vino para regarla. Y viceversa en función del aire, del cansancio.
Se cantaban baladas descafeinadas para reblandecerse el tango. Cursis como sólo pueden serlo las palabras del despecho. Pero sonaba de fondo un tango cotidiano y borracho, como sólo los tangos saben ser crueles.

extraños

Y henos aquí, de nuevo ante un semáforo:
Rojo, ámbar, verde. Ningún secreto.
Rojo, ámbar, verde. Llego tarde al trabajo.
Rojo, ámbar, verde. Ni un mal par de ojos.
Rojo, ámbar, verde. Tengo que dejarte.
Rojo, ámbar, verde. Ni lluvia ni paraguas.
Rojo, ámbar, verde. Nos vemos pronto.
Rojo, ámbar, verde. Ni un verso ni un beso.
Así, sin brújula, cruzaron las calles durante cierto tiempo. La mayor parte de las veces andaban solos, a veces sabían hacia dónde y a veces se perdían por las esquinas. Lo relevante es que en ocasiones se cruzaron y les costó encontrarse. Se sabían detrás de los teatrales disfraces:
Nuestra mujer de invierno.
Nuestro hombre de verano.
Y ni otoños ni primaveras que valgan. Se les atascaban los saludos antes de la tercera frase. Les costaba verse las caras a pesar de saberse las chichas. Y les dolían las carnes por lo ordinario de sus penas.
Así pues, lamentamos informarles que nuestra historia no ha sido más que un patético tango urbanita. Expuesto a todos los aires: he aquí el corazón de la alcachofa. Y ellos, transeúntes. Ellos, otro par de estaciones en un cruce de caminos.


* Ilustración de Juan Cardosa