13 d’ag. 2016

paréntesis 0


Es una estructura de madera gruesa con forma de letra T, la carga en el hombro un hombre que camina por el paseo marítimo. De las patas cortas de la T cuelgan cientos de bolsas de plástico en racimo. Dentro de cada bolsa hinchada un puñado de nube blanca de azúcar y algo más. A veces un globo de color por hinchar, a veces un dátil, a veces nada. 
 
El hombre camina por el paseo con las chanclas gastadas y un polo de rayas. De vez en cuando se para para subirse el pantalón, a veces se cambia el cargamento de lado. Anda despacio al ritmo que el peso le permite y el alijo se balancea dulce inconsciente del peso que suponen cientos de nubes a hombros de un solo hombre. Es lo que llamamos una estampa cotidiana, cada día muchos vendedores de algodón de azúcar trazan el camino de este a oeste de la ciudad tentando la glotonería de los niños y probando la paciencia de los padres.
 
Verles avanzar de espaldas es abrir un paréntesis a la superficie estriada del día. Ellos cargan mercancía y tú cargas metáforas. Y a pesar de ser una imagen evocadora, tiene un potencial metafórico limitado pues todo cabe. En el meneo del racimo de bolsas de plástico con tesoro caben todos los significados que uno pueda necesitar. Un vendedor ambulante de significantes vacíos.
 
Hoy me ha parecido una perfecta imagen de soledades, livianas de una en una y agotadoras todas juntas. Podría ser que dentro de cada bolsa, entre los pelos de azúcar que trenzan la nube, hubieran las palabras que nos hemos dicho sin entendernos. El malentendido en broma, el reproche silencioso, la pelea de gatos, el nos llamamos luego, el te hecho de menos. Un dulce ir tirando que se te clava en la clavícula y te duele por la mañana.
 
Hace unas semanas la venta de nubes me pareció como si se pudieran vender secretos al detalle. En cada bolsa aire de algodón dulce y un globo deshinchado para que soples dentro tu misterio. Comprar una dosis para que los chiquillos se entretengan mientras los mayores secretan su secreto y después soplan soplan soplan. Decir que tienes ganas de marcharte, que piensas a todas horas en la chica del colmado, que tienes miedo al subir al metro y al conducir de noche, que sigues pensando en cómo morirte pronto. Y regalarle el globo al primero que pase, para que tu secreto cambie de manos y se olvide del camino para volver a casa.
 
Soñé que hacía un trato con el vendedor de azúcar y que en cada bolsa metíamos un ruido. Que aislábamos un sonido de ciudad y lo alojábamos en el centro de la nube de algodón y que al morderlo, con los bigotes pegajosos, los compradores se tragaban un pedazo de partitura y que se les alojaba en el intestino el traqueteo del tranvía o la voz del vendedor de sandías o el silencio de un viernes. Envenenar a los viandantes con la melodía de una ciudad que olvida de sí misma.
 
Vender chucherías de azúcar y cargar con lo que los demás necesitan evocar, aunque nunca compren. Y caminar hasta muy de noche cargando paréntesis que se mueven según el viento y según el cansancio de quien anda hasta dar el día por pagado. Cada bolsa una guinea, cada metáfora un puñado de aire.

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