Es una estructura de madera gruesa con
forma de letra T, la carga en el hombro un hombre que camina por el
paseo marítimo. De las patas cortas de la T cuelgan cientos de
bolsas de plástico en racimo. Dentro de cada bolsa hinchada un
puñado de nube blanca de azúcar y algo más. A veces un globo de
color por hinchar, a veces un dátil, a veces nada.
El hombre camina por el paseo con las
chanclas gastadas y un polo de rayas. De vez en cuando se para para
subirse el pantalón, a veces se cambia el cargamento de lado. Anda
despacio al ritmo que el peso le permite y el alijo se balancea dulce
inconsciente del peso que suponen cientos de nubes a hombros de un
solo hombre. Es lo que llamamos una estampa cotidiana, cada día
muchos vendedores de algodón de azúcar trazan el camino de este a
oeste de la ciudad tentando la glotonería de los niños y probando
la paciencia de los padres.
Verles avanzar de espaldas es abrir un
paréntesis a la superficie estriada del día. Ellos cargan mercancía
y tú cargas metáforas. Y a pesar de ser una imagen evocadora, tiene
un potencial metafórico limitado pues todo cabe. En el meneo del
racimo de bolsas de plástico con tesoro caben todos los significados
que uno pueda necesitar. Un vendedor ambulante de significantes vacíos.
Hoy me ha parecido una perfecta imagen
de soledades, livianas de una en una y agotadoras todas juntas.
Podría ser que dentro de cada bolsa, entre los pelos de azúcar que
trenzan la nube, hubieran las palabras que nos hemos dicho sin
entendernos. El malentendido en broma, el reproche silencioso, la
pelea de gatos, el nos llamamos luego, el te hecho de menos. Un dulce
ir tirando que se te clava en la clavícula y te duele por la mañana.
Hace unas semanas la venta de nubes me
pareció como si se pudieran
vender secretos al detalle. En cada bolsa aire de algodón dulce y un
globo deshinchado para que soples dentro tu misterio. Comprar una
dosis para que los chiquillos se entretengan mientras los mayores
secretan su secreto y después soplan soplan soplan. Decir que tienes
ganas de marcharte, que piensas a todas horas en la chica del
colmado, que tienes miedo al subir al metro y al conducir de noche, que sigues pensando en cómo morirte pronto. Y
regalarle el globo al primero que pase, para que tu secreto cambie de
manos y se olvide del camino para volver a casa.
Soñé que hacía un trato con el
vendedor de azúcar y que en cada bolsa metíamos un ruido. Que
aislábamos un sonido de ciudad y lo alojábamos en el centro de la
nube de algodón y que al morderlo, con los bigotes pegajosos, los
compradores se tragaban un pedazo de partitura y que se les alojaba
en el intestino el traqueteo del tranvía o la voz del vendedor de
sandías o el silencio de un viernes. Envenenar a los viandantes con
la melodía de una ciudad que olvida de sí misma.
Vender chucherías de azúcar y cargar
con lo que los demás necesitan evocar, aunque nunca compren. Y caminar
hasta muy de noche cargando paréntesis que se mueven según el
viento y según el cansancio de quien anda hasta dar el día por pagado.
Cada bolsa una guinea, cada metáfora un puñado de aire.
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