Vive en un mundo que no es suyo.
Le queda pequeño, se le aparece a
borbotones, feo y desenfocado.
Desmesurado como oso en casita de
muñecas, pretende servir el te, hacer las camas, peinarles el
cabello a unas muñecas despintadas y estúpidas.
La lengua de las gentes le aburre. La
toma prestada cuando no hay más remedio. Pero su idioma es el de las
cosas.
Murmura palabras que sólo los muebles
entienden. Domina el dialecto de las piedras y el de los clavos, con
acento de madera de pino, deje de pintura acrílica, políglota de
objetos.
Su movimiento sigue el ritmo de las
paredes dilatándose, del pegamento de impacto, del hormigón armado.
Y a martillazos escribe poemas groseros para un mundo analfabeto.
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