Las primeras semanas fueron líquidas. El vaho se adhería a las ventanillas y las conversaciones agonizaban en los taxis. Desde las alturas, los semáforos oteaban el oleaje de paraguas mareados, atentos a la aparición de náufragos peatonales.
Pronto empezó a correr por la ciudad un rumor inquietante. Se temía que los adoquines no aguantaran las gotas malayas durante mucho tiempo y terminaran por desmigarse. Al fin y al cabo era una ciudad de cartón piedra, decían los comerciantes encogidos de hombros.
Se tensó el espinazo del transporte suburbano y se instaló un cierto resquemor dentro del colectivo de animales domésticos. Se detectaron múltiples casos de indigestión en los parterres públicos y los músicos callejeros empezaron a mostrarse impacientes.
La pesca menor de billeteros y carteras se vio seriamente afectada. Escaseaban las bicicletas y los paseantes navegaban acorazados con chalecos salvavidas por temor a inundaciones. Nunca llueve a gusto de todos, declaraban incesantemente las autoridades locales.
La tasa de crecimiento del sector paragüero y auxiliar del goretex se disparó durante las primeras semanas. Fenómeno que se interpretó como una oportunidad para reflotar la economía local, abandonada por el turismo. Sin embargo, a medida que se sucedían las precipitaciones, tal análisis se reveló a todas luces precipitado.
Los primeros casos se detectaron entre el sector de los quiosqueros. Inicialmente se habían afanado en desplegar anexos a sus tenderetes para cubrir la mercancía. El paso húmedo de las semanas dio lugar a prodigios de la ingeniería y por doquier se podían observar curiosas catedrales de toldo bajo las cuales se acurrucaban los quiosqueros, temerosos de mojarse el bajo de los pantalones.
Pero a medida que las nubes se alicataron sobre la ciudad, los quiosqueros empezaron a aventurarse más allá de su refugio. Un día sacaban una mano para constatar la oblicuidad de las gotas, al siguiente la nariz para oler a tierra mojada, más tarde fue el cogote para refrescarse el aburrimiento.
Una tarde, cuando el señor l. sacó la cabeza para seguir impulsivamente el recorrido de una atractiva joven calle abajo, se hizo patente el cambio. A pesar de la mojada obstinación de la intemperie, su pelo seguía seco. Las gotas no alcanzaban las palmas de sus manos, se evaporaban antes de rozarle.
Su metabolismo, harto de aguacero, había activado el ciclo de la evolución. El señor l. era impermeable.
Durante las últimas semanas, contra todas las previsiones, no se registraron crecidas y las avenidas volvieron a su cauce. Pero desde entonces, en días de lluvia la ciudad amanece poblada de nieblitas que, en los puntos neurálgicos, reparten periódicos gratuitos.
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