5 de jul. 2014

optimismo

el silencio es una letra que ni se escribe ni se pronuncia,
el slencio significa silencio
Naguib Surur





Tras un día lento como todas las horas de ayuno en ramadán, me llama un colega para ver qué plan. Pues ninguno, le digo, porque estoy de mal humor.
Un día de esos que te levantas envuelta de ese humor fino como papel de fumar del fino y empiezas a andar con mucho cuidado para que no se arrugue el papel de fumar que te envuelve, para que no se rasgue, para que no se queme. Y a pesar de los movimentos controlados, un torpe te arruga, un sádico te rasga y un pirómano te incendia la membrana de buen humor que te cubre el día.
Pues te paso a buscar y nos vamos a dar vueltas en coche. Yalla. Nuestros humores quemados, arrugados y rotos se fuman un cigarro tras otro ciudad arriba, ciudad abajo. Junto al mar primero, ida y vuelta de una punta a otra de la bahía. Por las calles de barrio bien después, contando los edificios derribados y los cafés chic de cartón piedra. Y adentrarnos haciendo eses por les callejas de mercadillo esquivando gatos hambrientos y señores con la panza llena de luna nueva.
Por el asfalto ha quedado la primera capa de regomello, en el salpicadero hemos escupido la segunda capa de puteo y flotan en el aire las razones de nuestros respectivos enfados. El trabajo que cuesta trabajar. La familia demasiado cerca, los amores demasiado lejos. La policia demasiado cerca, el futuro demasiado lejos. Y viceversa.
Nada, esto no mejora. Vamos a tomar una birra.


En la calle Saad Zaghloul, hay un restaurante dónde cocinan corazones. También cocinan riñones y koshari, pero la especialidad de la casa son los corazones. Es un local pequeño, tan pequeño que se desparrama sobre la calle. Diez mesas en la acera, un par de barras en el callejón de la esquina y dos carniceros vendiendo corazones crudos como puños, enfilados uno junto al otro tras el cristal del aparador. Tú decides si quieres el corazón entero, fileteado o picado. Si lo tomas asado o en adobe. Si te lo comes a pie de calle o te lo llevas puesto.
Y la decisión no es fácil. Hay mil maneras de comer un corazón.


Es ramadán y tomar birras no es cosa fácil. Como seguimos de un humor medio raro, decidimos ir a por todas y sentarnos en la terraza de un club griego junto al mar. Manteles blancos con ribetes azules, pescado fresco y gente guapa que bebe y mira al mar y se roza los pies por debajo de la mesa.
Bajo el balcón, una porción de playa privada y desierta con sombrillas pulcras y agua turbia. Un mar calmo con incrustaciones de yates y barquitas de recreo meneándose según sople el viento. Vista desde este extremo de la bahía, la ciudad se cierra como una ostra y parpadean las luces de ramadán en los balcones, perlas eléctricas en ayuno.
Nos reímos de la burocracia del alcohol en el mes sagrado, encargamos dos birras a cargo de mi pasaporte migrante y vamos vaciando el vaso a risas. Porque se puede uno reir mucho aún estando de mala leche. O precisamente porque se está de mala leche.
Que qué tengo? Pues que a veces esto es muy cansado. Que cada cierto tiempo tengo que calibrar la intensidad de mis risas con la intensidad del ahogo circundante. Que qué tengo? Pues que todo irá bien si nos portamos bien y que quien se mueve no sale en la foto porque quien se mueve acaba en el trullo. Que qué tengo? Pues eso, que he estado leyendo el periódico y ya pronto me baja la regla.
Y tú qué tal?


En la calle Saad Zaghloul hay un tenderte de flores que abre cuando quiere y cierra cuando puede. Cuando cierra, se quedan en el suelo los restos de pétalos de las rosas que no han comprado y las hojas sobrantes de los ramos vendidos. Junto al tenderete una pared ocre con cuatro carteles electorales. Todos iguales con la misma cara del mismo presidente. Algunos rasgados, algunos pintados, algunos intactos.
Pasa por mi lado un hombre con camiseta roja, gafas de sol y una lata de cocacola en la mano. Cigarro colgando cual john wayne del delta. Camina dando tumbos y hace como que habla por el móvil. A medio deambular, se detiene de golpe y vuelve hacia atrás. Se planta delante del primer cartel, mira a los ojos del presidente de papel y empieza a cantarle una saeta en árabe con la mirada fija. Modulando la voz al ritmo de las manos que suben y bajan ante la foto del caballero trajeado.
Deja de cantar y le da un sorbo a la cocacola. Cuatro pasos más adelante y vuelve a pararse. Retrocede hasta el segundo cartel y empieza a cantar de nuevo. A ritmo de nana le canta de nuevo al segundo retrato. Esta vez no se mueve, cabecea a penas con los ojos entrecerrados, masticando una canción con sabor a angustias.
Le quedan todavía dos presidentes idénticos por delante. Tras una pausa para tomar aire y otro trago, al tercero le canta a gritos, le canta pataleando por encima de los pétalos de rosa hechos picadillo. La lata de cocacola cae al suelo en pleno arrebato, le faltan manos para cantarle al muro, le falta voz para cantarle al jefe.
Y qué le cantó al cuarto póster?
Nada, cuando llegó al último cartel, se quedó quieto. Y no dijo nada.


Y esto por qué me lo cuentas? Pues no tengo ni idea. Porque me sentí a gusto en el último silencio. Que ahí andamos entre puteos y frustraciones al ritmo de una saeta, con nuestras birras marineras al ritmo de una nana, con nuestros kilómetros de punk. Quemando asfalto por encima del silencio.
Porque ahí no llega nadie. Ahí hemos escondido nuestro botín, que no nos roban porque no saben cuánto vale, que alimenta nuestras risas oscuras en medio del derrumbe. Entre las niebla de paredes ocres y presidentes de papel pintado.
Que ahí vamos, al silencio de los otros que son como nosotros y se ríen a nuestro lado pasando el rato en el café. O hablando al aire de los gritos impresos en el periódico. Esuchando música en silencio en los refugios provisionales de cada uno. Cerrando los ojos.

Un silencio. Un soplo en el corazón. 

 

1 comentarios:

Consuelo ha dit...

Los amores lejanos o nos disuelven o nos resucitan.


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