Un día la ciudad es pequeña como un cajón pequeño. Un cajón que es tuyo. Un cajón cuya madera compraste. Le diste las medidas al carpintero, escogiste los tiradores, pensaste el mejor lugar para ese cajón, de ese escritorio, en esa casa, en esa ciudad.
Pero cada vez más a menudo te
despiertas a media noche y todavía no ha amanecido dentro del cajón,
del escritorio, de la casa, de la ciudad. En duermevela tardas un
rato en entender que si todo está oscuro es porque es de noche y te
despertaste dentro de un cajón. En un escritorio. En una casa. En
una ciudad. Que escogiste.
Una parcela de aire que has construido
a duras penas con decisiones más o menos tuyas, en función del
destinatario del currículum. Equis centrímetros cuadrados de
intimidad en los cuales redactas cada día y cada noche las fuerzas
que te faltan al despertar y los anhelos con que te acuestas. Equis
centímetros de tí en los que te ahogas o surfeas o navegas según
salgan las cosas. Según sople el viento en esta ciudad que alberga
tu casa, tu habitación, tu escritorio, tu cajón.
Y pasan los días como pasan los años
y las semanas y se llenan los cajones y las ciudades de ejercicios de
física para principiantes. Los vasos comunicantes comunican los
recuerdos de tus ciudades en un puente aéreo de teclado en teclado,
con el low cost de tu sonrisa o de su arquitectura o de lo que
sucedió por el camino.
Comunican en casa cuando les llamas,
olvidaste otra vez que tus 21h son sus 23h y ya es hora de acostarse.
Comunicas en el cajón cuando te llaman, no saben que tus 10h no son
nada porque en el cajón cada día amanece más tarde, porque tu
cajón en una ciudad lejana es la guarida perfecta para los
náufragos. Porque en tu cajón, amanece cuando tú puedes y anochece
tras el último rezo.
Porque tu cajón, en esta ciudad de
almas, es tan ancho como la paciencia de tus vecinos que por las
mañanas riegan con agüita fresca el umbral de su casa. Que por las
mañanas amanecen ellos y su colección de ancestros, que tienen la
boca seca aún siendo ánimas, y les da apuro dar los buenos días
sin haber bebido nada.
En esta ciudad de almas puede que
amanezcas en un cajón, pero el día te llevará dónde la vida (la
tuya y las de tus muertos) te lleve. Y eso es bueno y eso es malo. Y
eso es la puta vida perra que escogiste al redactar tu currículum,
aunque de eso ni te enteraste. Entre los párrafos de tu currículum,
las vetas de la madera que elegiste en la parada del carpintero, los
clavos con que cambiaste los tiradores, las marcas de lo escrito
sobre la mesa, los residuos de lo leído a media luz.
Despiertas a veces en un cajón de un
escritorio en una casa de una ciudad. Despiertas en Dakar pero nunca
crees que sea completamente de día. De día será cuando lo
entiendas todo con una ojeada. Cuando caces al vuelo los cotilleos de
las vecinas en casa del costurero. Cuando el sol brille en tu cajón
tantas horas como en el de tu vecino.
Cuando Ali, Ibou, Angie, Aziz o Ndèye
se despierten en duermevela dentro de su cajón. Y en su cajón
quepas tú entera. Cuando en su escritorio haya algún rastro de tu
ortografía desconchada. Cuando en su casa, en la puta casa que algún
día tendremos, tus recuerdos rieguen la puerta por las mañanas para
abrevar la memoria sedienta de unos ancestros que sólo quieren saber
quiénes somos al despertar. Que sólo quieren preguntarnos cómo nos
ha tratado la noche en una ciudad cada día más estrecha para
albergar nuestros recuerdos.
Cuando la ciudad, cualquier ciudad,
tenga la memoria holgada. La memoria abierta para que quepan las
letras que soñamos de noche en el cajón, que escupimos sobre el
barniz del escritorio, que cocinamos bajo el techo de nuestras casas,
que redactamos en las calles de esta ciudad, cualquier ciudad.
Cualquier ciudad que hoy es Dakar y mañana será el mundo.
Un mundo que nos desvele de madrugada
para decirnos: mañana te mueres. Que tu día sea largo. Tan largo
como el recuerdo de los secretos psicotrópicos de tu ciudad,
cualquier ciudad. Tan largo como las cuestas de las últimas
voluntades y las listas de la compra. Largo tu día com los atascos
por la mañana. Largo y terso como las sábanas de una cama bien
hecha antes de deshacerla, antes que se desmorone el mundo en un
cajón. Antes de que tu historia sin redactar se desparrame por los
cajones, por las mesas, por las casas, por las ciudades.
Por los días sin terminar de las
historias que nadie escribe porque se quedan en un cajón, muertas de
asco para distraer a los muertos. A los ancestros que cada mañana piden un vaso de agua para lavarse las legañas. Tras noches enteras leyendo historias muertas.
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