Al faro siempre se llega sudando por un trayecto pespunteado de mar, untándose
de salitre hasta llegar al canalillo de Les Mamelles. Dos
montículos avejentados de señora con secretos separados por una carretera vieja. Un par de colinas dónde asoma erecto el orgullo
mandatario.
A
un lado, el monumento del renacimiento africano. Un renacimiento que
nació muerto tras una inseminación de dineros coreanos. Dineros de
banco de esperma, de banco de imágenes de esplendor monumental recalentado. Un aborto hecho estatua. Un delirio de
grandeza que observa desdeñoso el horizonte incierto de la banlieue
dakariana. Una banlieue que responde con orgullo de arena a la mirada
muerta de semejante cúmulo de granito.
Para
llegar al faro hay que pagar un justo peaje de suspiros. Suspiros por
la carretera empinada. Suspiros por la soledad de la subida. Suspiros
por todos los muertos del faro. Suspiros por las vidas que transitan
el canalillo de esta vida urbana, ahogados en una cubana sin amor.
Agotados en un mal polvo de poder sin sueños. En un orgasmo fingido
de pezones muertos en la cumbre de dos mamellas yermas.
Dos
montículos sordos y horadados por la historia y el desencanto de
quienes, sedientos de estrellas, se quedaron sin horizonte a media
cuesta. Descoyuntados entre los hierros retorcidos de coches a
medianoche. De accidentes por encargo que cimentaron los pies de
barro del renacimiento africano al otro lado de la carretera.
Subir
al faro entre zarzas de silencio y condones olvidados por los cariños
furtivos de un domingo de noviazgo. Subir al
faro persiguiendo la sombra de un poeta que deglutía estrellas. Que
se alistó en la soledad de los que evitan que todo siga dando
vueltas rebentando el eje de la circunferencia de las historias
redondas.
Subir
al faro, como subió su sombra ya medio muerta, condenada por una
carretera babélica que se empina con el desencanto de las pajas
laborales. Una paja por encargo que se queda en nada.
Un
poeta, esperma desestimada, en la cuneta del poder en círculos
concéntricos. Esperma desestimada que desborda la profilaxis de lo correcto, que insemina biografías fabuladas en la memoria de quienes leen en silencio el verbo sin conjugar de un
tiempo sin tiempo.
Gerundio
de subir soñando hasta el girar girando de una mísera bombilla en
las entrañas de un faro descascarillado. De una maquinaria tan vieja
como el sueño mismo. De una vulgar bombilla atrapada en el juego de
espejos de un renacimiento muerto que asfixia la vida en el canalillo normativo del diccionario.
Una
maquinaria antigua de cobre caducado, cristal tallado en prisma y
paredes encaladas que mueren cada día. A pesar del masaje mecánico del técnico de mantenimiento, empeñado en mantener la luz viva a pesar de su muerte clínica.
Guardianes del fuego asustados por la llama, por la vulgar bombilla
de voces que hablan después del tiempo y por los coches despeñados en
pos de un fuego muerto.
Voces
del amor furtivo a los pies del faro, a los pies del mundo, voces de
lo hermoso de las hermosas geografías feas que el faro ilumina a veces. Voces que se alojan en los tejados de lata de los hogares por donde pasaron Césaire y la pobreza.
Voces
en el suspiro de quien sube al faro para ver la muerte del silencio,
para escuchar las letras negras de un poeta muerto.
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