Al faro siempre se llega sudando por un trayecto pespunteado de mar, untándose
de salitre hasta llegar al canalillo de Les Mamelles. Dos
montículos avejentados de señora con secretos separados por una carretera vieja. Un par de colinas dónde asoma erecto el orgullo
mandatario.
A
un lado, el monumento del renacimiento africano. Un renacimiento que
nació muerto tras una inseminación de dineros coreanos. Dineros de
banco de esperma, de banco de imágenes de esplendor monumental recalentado. Un aborto hecho estatua. Un delirio de
grandeza que observa desdeñoso el horizonte incierto de la banlieue
dakariana. Una banlieue que responde con orgullo de arena a la mirada
muerta de semejante cúmulo de granito.
Al
otro lado el faro, francófono y descascarillado.