Pienso en cómo debe hacerse una propuesta de libro, cuál es el
formato más convincente, la mejor estructura. Le doy vueltas a cómo
disponer las escamas de un pescado que no tiene ni raspas. Actualizo
el inventario de ideas que se han quedado en el aire, intentando
pescar la más prometedora. Ritual absurdo éste de ser ojeadora de
mí misma en un partido jugado más allá del extrarradio.
Y mientras busco destellos de la gran novela catalana con visos de
relato generacional, el camarero me trae la cerveza que pedí hace un
rato. Una 33 fresquita y un platillo de cacahuetes. Así,
plantificada sobre la mesa, la botella de medio litro me tira de los
ojos hacia el mar que se extiende más allá de su perfil tostado. Y
se me van los adjetivos por delante para hacerle cosquillas a la
enjundia de este paisaje.
Una playa de ciudad al pie de la Corniche, varada entre las fauces de
un hotel de lujo y un parque de atracciones. Nada más sórdido que
este parque descolgándose sobre el Atlántico, robándole leguas al
mar y destripando el imaginario infantil de quién por ahí pase.