el
silencio es una letra que ni se escribe ni se pronuncia,
el
slencio significa silencio
Naguib
Surur
Tras
un día lento como todas las horas de ayuno en ramadán, me llama un
colega para ver qué plan. Pues ninguno, le digo, porque estoy de mal
humor.
Un
día de esos que te levantas envuelta de ese humor fino como papel de
fumar del fino y empiezas a andar con mucho cuidado para que no se
arrugue el papel de fumar que te envuelve, para que no se rasgue,
para que no se queme. Y a pesar de los movimentos controlados, un
torpe te arruga, un sádico te rasga y un pirómano te incendia la
membrana de buen humor que te cubre el día.
Pues
te paso a buscar y nos vamos a dar vueltas en coche. Yalla. Nuestros
humores quemados, arrugados y rotos se fuman un cigarro tras otro
ciudad arriba, ciudad abajo. Junto al mar primero, ida y vuelta de
una punta a otra de la bahía. Por las calles de barrio bien después,
contando los edificios derribados y los cafés chic de cartón
piedra. Y adentrarnos haciendo eses por les callejas de mercadillo
esquivando gatos hambrientos y señores con la panza llena de luna
nueva.
Por
el asfalto ha quedado la primera capa de regomello, en el salpicadero
hemos escupido la segunda capa de puteo y flotan en el aire las
razones de nuestros respectivos enfados. El trabajo que cuesta
trabajar. La familia demasiado cerca, los amores demasiado lejos. La
policia demasiado cerca, el futuro demasiado lejos. Y viceversa.
Nada,
esto no mejora. Vamos a tomar una birra.
En
la calle Saad Zaghloul, hay un restaurante dónde cocinan corazones.
También cocinan riñones y koshari, pero la especialidad de la casa
son los corazones. Es un local pequeño, tan pequeño que se
desparrama sobre la calle. Diez mesas en la acera, un par de barras
en el callejón de la esquina y dos carniceros vendiendo corazones
crudos como puños, enfilados uno junto al otro tras el cristal del
aparador. Tú decides si quieres el corazón entero, fileteado o
picado. Si lo tomas asado o en adobe. Si te lo comes a pie de calle o
te lo llevas puesto.
Y
la decisión no es fácil. Hay mil maneras de comer un corazón.
Es
ramadán y tomar birras no es cosa fácil. Como seguimos de un humor
medio raro, decidimos ir a por todas y sentarnos en la terraza de un
club griego junto al mar. Manteles blancos con ribetes azules,
pescado fresco y gente guapa que bebe y mira al mar y se roza los
pies por debajo de la mesa.
Bajo
el balcón, una porción de playa privada y desierta con sombrillas
pulcras y agua turbia. Un mar calmo con incrustaciones de yates y
barquitas de recreo meneándose según sople el viento. Vista desde
este extremo de la bahía, la ciudad se cierra como una ostra y
parpadean las luces de ramadán en los balcones, perlas eléctricas
en ayuno.
Nos
reímos de la burocracia del alcohol en el mes sagrado, encargamos
dos birras a cargo de mi pasaporte migrante y vamos vaciando el vaso
a risas. Porque se puede uno reir mucho aún estando de mala leche. O
precisamente porque se está de mala leche.
Que
qué tengo? Pues que a veces esto es muy cansado. Que cada cierto
tiempo tengo que calibrar la intensidad de mis risas con la
intensidad del ahogo circundante. Que qué tengo? Pues que todo irá
bien si nos portamos bien y que quien se mueve no sale en la foto
porque quien se mueve acaba en el trullo. Que qué tengo? Pues eso,
que he estado leyendo el periódico y ya pronto me baja la regla.
Y
tú qué tal?
En
la calle Saad Zaghloul hay un tenderte de flores que abre cuando
quiere y cierra cuando puede. Cuando cierra, se quedan en el suelo
los restos de pétalos de las rosas que no han comprado y las hojas
sobrantes de los ramos vendidos. Junto al tenderete una pared ocre
con cuatro carteles electorales. Todos iguales con la misma cara del
mismo presidente. Algunos rasgados, algunos pintados, algunos
intactos.
Pasa
por mi lado un hombre con camiseta roja, gafas de sol y una lata de
cocacola en la mano. Cigarro colgando cual john wayne del delta.
Camina dando tumbos y hace como que habla por el móvil. A medio
deambular, se detiene de golpe y vuelve hacia atrás. Se planta
delante del primer cartel, mira a los ojos del presidente de papel y
empieza a cantarle una saeta en árabe con la mirada fija. Modulando
la voz al ritmo de las manos que suben y bajan ante la foto del
caballero trajeado.
Deja
de cantar y le da un sorbo a la cocacola. Cuatro pasos más adelante
y vuelve a pararse. Retrocede hasta el segundo cartel y empieza a
cantar de nuevo. A ritmo de nana le canta de nuevo al segundo
retrato. Esta vez no se mueve, cabecea a penas con los ojos
entrecerrados, masticando una canción con sabor a angustias.
Le
quedan todavía dos presidentes idénticos por delante. Tras una
pausa para tomar aire y otro trago, al tercero le canta a gritos, le
canta pataleando por encima de los pétalos de rosa hechos picadillo.
La lata de cocacola cae al suelo en pleno arrebato, le faltan manos
para cantarle al muro, le falta voz para cantarle al jefe.
Y
qué le cantó al cuarto póster?
Nada,
cuando llegó al último cartel, se quedó quieto. Y no dijo nada.
Y
esto por qué me lo cuentas? Pues no tengo ni idea. Porque me sentí
a gusto en el último silencio. Que ahí andamos entre puteos y
frustraciones al ritmo de una saeta, con nuestras birras marineras al
ritmo de una nana, con nuestros kilómetros de punk. Quemando asfalto
por encima del silencio.
Porque
ahí no llega nadie. Ahí hemos escondido nuestro botín, que no nos
roban porque no saben cuánto vale, que alimenta nuestras risas
oscuras en medio del derrumbe. Entre las niebla de paredes ocres y
presidentes de papel pintado.
Que
ahí vamos, al silencio de los otros que son como nosotros y se ríen
a nuestro lado pasando el rato en el café. O hablando al aire de los
gritos impresos en el periódico. Esuchando música en silencio en
los refugios provisionales de cada uno. Cerrando los ojos.
Un silencio. Un soplo en el corazón.
1 comentarios:
Los amores lejanos o nos disuelven o nos resucitan.
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